En brazos
Empujar por primera vez una silla de ruedas te remueve algo dentro. Quizá sea porque tomamos conciencia del cuerpo de una persona a la que estábamos acostumbrados a ver como una figura liviana, móvil, autónoma; de súbito, a la colección de datos que le dan forma en nuestra memoria debemos añadir otro de enorme evidencia: su peso.
Esta información no falta en otras familias cuyos miembros sí se tocan. Pero sí escasea en la mía, donde la gravedad de los cuerpos es asunto privado; un tabú inducido por la práctica de no tocar ni dar abrazos, o por vocación a tener los pies en el suelo.
En cualquier caso, no es la primera vez que empujo a mi abuela en su silla de ruedas. La novedad es hacerlo para cruzar el arenal que lleva a la playa, a través de un camino de tablones de madera que beneficia tanto al niño en su cochecito, como al anciano (en realidad está allí para sus cuidadores, secretarios de sus pocos o muchos kilos).
No hay nada sisífico en este trayecto plano. La brisa sopla y el sol brilla, ambos en su justa medida. El mar nos recibe con ruido azul y blanco; de su olor hablo porque no tengo olfato. Todo lo que nos rodea invita al descanso. Según nos acercamos al agua, la calma insiste en ofrecernos reposo, que yo agradezco y rechazo con un único gesto. Estoy ocupado
Además, me resultaría cruel aceptar el regalo sabiendo que nonna no puede disfrutarlo. A pesar de estar frente al mar, el Mediterráneo ya no existe para ella, pues la palabra que le da nombre hace tiempo que desapareció de su vocabulario. Su piel recoge la brisa pero la sensación no llega a ningún lugar. La marea se llevó cualquier significado. El sol ilumina cosas que ella no quiere ver, o que mira sin querer al entreabrir los ojos.
La demencia le quitó el mundo, y ahora vive rodeada de playas que no mojan, de soles ciegos y de aire estanco. De familiares que le despiertan la leve sospecha (muda también) de alguna filiación, afecto o semejanza, pero nada más. Silencio y poco más.
Nos detenemos bajo una sombra. Miro el mar que ella no ve. La brisa que no la refresca me eriza la piel. Escucho el ritmo de un mar que ya no mecerá a nonna. Tantas veces dijo no, y a tantas cosas renunció, que acabó invocando a la negación y ésta vino a buscarla. En su idea de modestia, de no molestar, de ocupar el menor espacio posible, se ha convertido en una semilla diminuta, depositaria de una vida larga y cansada que no empieza, sino acaba.
Le coloco el chal y el sombrero. Le ofrezco zumo en un vaso de plástico. Y por un automatismo del que no sabemos ni queremos deshacernos, le pregunto si está bien.
—Sí.
No doy crédito a lo que oigo. Le pongo el freno a la silla de ruedas y me siento. La arena da cuenta de mi peso. La observo con detenimiento, pero nada informa de un cambio.
El mundo ha vuelto a ella por un instante (o ella ha regresado por un segundo, si se quiere) para decir una palabra que es un abrazo. Para cargarme en brazos. Para hacer un castillo que se llevarán las olas a su reino de ruido blanquiazul y caos.
Y entonces, por fin, descanso.
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