La Zeta mayúscula

Francisca arrastró su humanidad al sillón, a la vez que forzaba una sonrisa en la que achinaba muchos los ojos, intentando parecer sincera. Con una mano saludaba a sus recientes colegas; con la otra se apoyaba en el bastón, cuya punta se clavaba en la alfombra roja de quita y pon. 

Se dejó caer en el asiento como un saco de cemento, aunque ella era menos argamasa y más ladrillo, el último en la construcción de aquel bastión que pretendía defender a las Letras de su gran enemigo: el Cambio. Además, su primer novio la criticaba por escribir auténticos ladrillos. 

El fotógrafo del evento se puso de cuclillas delante de ella, obligándola a estirar discretamente la falda para cubrirse las rodillas y las medias de compresión. Escondido tras su objetivo, el hombre se permitió recordarle que debía sonreír, algo que la anciana encajó como una impertinencia, aunque respondió con la obediencia de un cordero y no con la furia de una zorra vieja.

El flash encandiló momentáneamente a Francisca, a la vez que buscaba un lugar del que apoyar el bastón. Necesitaría ambas manos para acomodarse el sujetador, cuando los aplausos de los compañeros y la molesta insistencia del fotógrafo la dejaran por fin en paz. En mala hora se le había ocurrido rellenar el pecho izquierdo —caído en combate contra el cáncer de mama— con una mandarina envuelta en un paño de cocina. La vanidad también le había ganado la batalla aquella mañana, mientras se preparaba para ser investida con honores, pompa y circunstancia. 

La voz tras el atril retomó las riendas del evento; los aplausos por fin cesaron, y el fotógrafo se deslizó hacia un lateral de la sala, reptando entre las butacas y retrocediendo en el alfabeto hasta la Eñe. Francisca pudo por fin devolver la mandarina a su sitio, relajar aquella maldita sonrisa, apoyar los codos de los reposabrazos y la nuca del respaldo del sillón de la letra Zeta mayúscula. 

La mujer no escuchó más palabras de ceremonia; estaba cansada de ellas. Ahora podía dejar de fingir modestia y sentirse verdaderamente pequeña en aquella butaca de la Real Academia Española que antes ocupara otro zorro viejo; en su opinión, uno más sabio que ella, con más arte, conocimientos más profundos sobre la Lengua, mejor caligrafía y humildad más sincera. 

De pronto, ahí estaba ella: el ladrillo que faltaba en una casa que se había quedado huérfana de padre y que nunca tuvo madre. La última letra del abecedario. Ahora le tocaba a ella ser padre y madre; opinar sobre anglicismos referentes a tecnologías que jamás usaría; criticar al habla de una calle que apenas pisaba por culpa de las varices, y decidir sobre si un vocablo nacido en las Américas merecía cruzar el charco, entrar en el diccionario, y volver a cruzar el Atlántico en una suerte de colonización trasnochada e inversa. Francisca acarició el reposabrazos y también lo arañó. No lograba articular ningún sentimiento que pudiera superar la insoportable sensación de ser un fraude, o una impostora a la que aquella silla le quedaba grande. 

El académico sentado en la butaca de la Zeta minúscula se percató de esto, y con una sabiduría especial que solo puede nacer del hastío, le dio golpecitos con el codo para llamar su atención y mostrarle la petaca que escondía en el bolsillo de la chaqueta. Francisca negó con la cabeza, pero el hombre no se dio por vencido: desenroscó la tapa, dio un sorbo, y le ofreció whisky como quien le da una loncha de jamón york a un gato para que salga de debajo de la cama. 

Francisca recorrió con la mirada el auditorio desde el fondo del mismo. Aquella butaca quedaba en los confines del alfabeto y del salón de actos; lo suficientemente apartada de miradas curiosas o reprobatorias. ¿Acaso estaba ella misma “muy lejos” en su vida?, se preguntó. ¿En qué momento deja de estar expuesta la vida de una mujer al juicio de los demás?

La anciana cogió la petaca, la agitó para valorar cuánto quedaba y cuán grande podría ser el buche de alcohol, y bebió sin oler antes el contenido. Entonces oyó el sonido artificial de una cámara modernísima que, con toda seguridad, no debía necesitar obturador. Gracias a una contorsión imposible del cuerpo y del espacio-tiempo, el fotógrafo había reaparecido a su lado, y ahora evaluaba en la pantalla de su trasto aquella imagen de la Zeta mayúscula dándose a la bebida en su propio acto de investidura.

Francisca se secó los labios frotándolos entre sí, retuvo el líquido un instante en la boca, tragó, y luego le ofreció la petaca al fotógrafo, que la recibió gustoso. Se lo agradeció con un gesto que recordaría a un toque de sombrero. Y luego le susurró “Gracias. Sin alcohol, esto no hay quien lo aguante”. La Zeta minúscula rio, y la Zeta mayúscula pensó en todos los ladrillos que había escrito en su vida. Quien tuviera uno a mano para darles a todos en la cabeza.


Comentarios

Víctor Chaves ha dicho que…
Bravo! 👏🏻👏🏻👏🏻