Francisca arrastró su humanidad al sillón, a la vez que forzaba una sonrisa en la que achinaba muchos los ojos, intentando parecer sincera. Con una mano saludaba a sus recientes colegas; con la otra se apoyaba en el bastón, cuya punta se clavaba en la alfombra roja de quita y pon. Se dejó caer en el asiento como un saco de cemento, aunque ella era menos argamasa y más ladrillo, el último en la construcción de aquel bastión que pretendía defender a las Letras de su gran enemigo: el Cambio. Además, su primer novio la criticaba por escribir auténticos ladrillos. El fotógrafo del evento se puso de cuclillas delante de ella, obligándola a estirar discretamente la falda para cubrirse las rodillas y las medias de compresión. Escondido tras su objetivo, el hombre se permitió recordarle que debía sonreír, algo que la anciana encajó como una impertinencia, aunque respondió con la obediencia de un cordero y no con la furia de una zorra vieja. El flash encandiló momentáneamente a Franci...