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Sesión golfa

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¿Hay alguien? Porque estoy sola en esta sala. Igual me he confundido…  Sea como sea, esperar de pie no tiene sentido ni hará que empiece antes la película.  Mi tío siempre decía que las butacas perfectas son las de la sexta fila, centradas con la pantalla. Ea, pues aquí me siento.  Al tito no le faltaba razón: estoy a la distancia perfecta para sentir los graves y meterme en el filme sin dejarme la vista. Aunque la inmersión depende de la capacidad de cada quien de suspender su incredulidad, más la de ignorar a los que vienen al cine a rumiar palomitas. Ojalá no me toque al lado uno de esos. Pero ¿en qué momento decidí venir a ver una película? ¿Qué echan, y a qué hora? No solo soy la primera que ha llegado; también tengo la sensación de que seré la única.  A saber si me he muerto y esto es un limbo cinematográfico. Raro me parece que la pantalla se ilumine justo al pensar eso, y que además muestre un montaje de momentos insustanciales de mi vida en los que no recuerdo que nadie me gra

¡Gracias a todos!

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  Muchas gracias a todos los que me habéis acompañado este 17 de noviembre en la presentación de  Segell: El Libro de la Cereza . ¡Ahora por fin comienza su recorrido en manos de los lectores! Quiero agradecer especialmente a Alberto Santos y a Carlos L. García-Aranda; a todo el equipo de la editorial; las músicas Génesis Liévano y Teresa Cos, y a Víctor Chaves por el maravilloso póster exclusivo del evento.  Ahora toca comenzar a preparar el  primer recopilatorio de relatos de la saga  (¡animaros a participar en el curso!). 2023 va a ser un año muy interesante...

La Zeta mayúscula

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Francisca arrastró su humanidad al sillón, a la vez que forzaba una sonrisa en la que achinaba muchos los ojos, intentando parecer sincera. Con una mano saludaba a sus recientes colegas; con la otra se apoyaba en el bastón, cuya punta se clavaba en la alfombra roja de quita y pon.  Se dejó caer en el asiento como un saco de cemento, aunque ella era menos argamasa y más ladrillo, el último en la construcción de aquel bastión que pretendía defender a las Letras de su gran enemigo: el Cambio. Además, su primer novio la criticaba por escribir auténticos ladrillos.  El fotógrafo del evento se puso de cuclillas delante de ella, obligándola a estirar discretamente la falda para cubrirse las rodillas y las medias de compresión. Escondido tras su objetivo, el hombre se permitió recordarle que debía sonreír, algo que la anciana encajó como una impertinencia, aunque respondió con la obediencia de un cordero y no con la furia de una zorra vieja. El flash encandiló momentáneamente a Francisca, a la

En brazos

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  Empujar por primera vez una silla de ruedas te remueve algo dentro. Quizá sea porque tomamos conciencia del cuerpo de una persona a la que estábamos acostumbrados a ver como una figura liviana, móvil, autónoma; de súbito, a la colección de datos que le dan forma en nuestra memoria debemos añadir otro de enorme evidencia: su peso. Esta información no falta en otras familias cuyos miembros sí se tocan. Pero sí escasea en la mía, donde la gravedad de los cuerpos es asunto privado; un tabú inducido por la práctica de no tocar ni dar abrazos, o por vocación a tener los pies en el suelo. En cualquier caso, no es la primera vez que empujo a mi abuela en su silla de ruedas. La novedad es hacerlo para cruzar el arenal que lleva a la playa, a través de un camino de tablones de madera que beneficia tanto al niño en su cochecito, como al anciano (en realidad está allí para sus cuidadores, secretarios de sus pocos o muchos kilos). No hay nada sisífico en este trayecto plano. La brisa sopla y el s